2 alternativas

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Antes de que surgiera la epidemia del coronavirus, si alguien se enfermaba de cualquier cosa y se le ocurría decir que se iba a encomendar a Dios, de inmediato no faltaba un familiar o amigo que lo tildara de fanático religioso y le dijera: ‘¡no inventes!, ¡qué rezos ni qué nada, ve al doctor a que te dé un remedio y tómatelo!’.
 
Pero entonces llegó el coronavirus y lo cambió todo.
 
Todavía no hay vacuna, y tampoco hay cura, en suma, no hay remedio.
 
Así que la gente tiene solamente dos alternativas.
 
La primera es tratar de resolver la situación con sus propios recursos: aislarse, ver a los demás como enemigos, sobre todo si se les ocurre carraspear o estornudar. Leer y reenviar la mayor cantidad de mensajitos alarmantes que sea posible, cada uno con ‘la’ información veraz, con  ‘el’ remedio genial para conservar o recuperar la salud.
 
Si alguien se cae en la calle, dejarle tirado y saltarlo o mejor, rodearlo (técnica evasiva bien aprendida de aquellos dos que se toparon con aquel samaritano en la parábola contada por Jesús), y desde luego aprovisionarse de todos los paquetes que se puedan adquirir de cubrebocas y gel antibacterial, sin importar dejar a otros sin nada. Ajenos a la fe e ignorantes de lo que significa la Eucaristía, gobiernos anticatólicos en Asia y Europa, están aprovechando para hacer lo que siempre han querido hacer y hasta hoy no habían podido: cerrar iglesias, y en algunos casos incluso enviar a la guardia civil para impedir a los fieles entrar. Su intención, dicen, es reducir los números de contagios, les tiene sin cuidado que sus medidas afectan espiritualmente a los creyentes. En todo el mundo se están tomando medidas drásticas que están afectando terriblemente a mucha gente. Se le pide no salir (sin importar si vive al día y si no sale no come); se le despide de su empleo; en algunos lugares incluso se le sanciona si sale. En una entrevista que le hizo un periodista español contó el Papa que supo que un policía le ordenó a un hombre que estaba en la calle: ‘váyase a su casa’, a lo que éste respondió: ‘no tengo casa’.
 
Somos como ese señor que fue pintando el suelo de su cuarto sin darse cuenta de que se estaba quedando atrapado en una esquina. Las soluciones radicales nos han ido arrinconando y ya no hay para dónde hacernos.
 
La segunda opción es recordar lo que dice el profeta:

“Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa, que no disfruta del agua cuando llueve; vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable.
Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos.” (Jer 17, 5-8).

Nos enfrentamos a una pandemia para la cual los recursos humanos son insuficientes.
 
Hasta hoy, cualquiera puede contagiarse, cualquiera puede ponerse repentinamente e inevitablemente grave y morir. ¿Vamos a seguir neciamente procurando salir adelante por nosotros mismos, o haremos lo que siempre deberíamos hacer, esto es, volver la mirada hacia Dios y reconocer que lo necesitamos desesperadamente?
 
Están enfermando y muriendo ricos y pobres, jóvenes y ancianos, buenos y malos. Quienes, por poner un ejemplo, han robado, secuestrado, narcotraficado, abortado, ¿van a esperar atrincherados y con los ‘dedos cruzados’ a ver si de ‘chiripada’ la libran? ¿No sería mejor aprovechar esta oportunidad para reconciliarse con el Señor? ¿Seguirán pretendiendo hasta el final que no hay Dios que los asista, peor aún, que no hay Dios al que tal vez muy pronto habrán de entregarle cuentas?
 
Es hora de abandonar toda ridícula pretensión de autosuficiencia y admitir nuestra humana incapacidad para lidiar con esta pandemia.
 
Jesús afirmó: “Sin Mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), tomemos en serio Su Palabra.
A ésos que critican como ‘anticientífico’ que pretendamos superar la presente emergencia encomendándonos a Dios, cabe recordarles que así se han superado situaciones similares en el pasado. La historia tiene mucho que enseñarnos.
 
Hay quien piensa que los hombres y mujeres medievales eran unos pobres ignorantes, tontos y supersticiosos, pero está en un error. En esa época fue cuando la Iglesia creó las primeras universidades, y hubo grandes sabios, pensadores, filósofos, inventores. No fue por ilusos o tontos que hacían lo que hicieron, sino porque sabían que como solos no podían, no había de otra que encomendarse al Todopoderoso.
 
Ante una epidemia para la que, como la de ahora, no tenían vacunas ni cura, organizaban procesiones con el Santísimo por las calles de las ciudades, rezaban continuamente el Santo Rosario, ayunaban y rogaban a Dios, por intercesión de María y de los santos. Y en lugar de suprimir las Misas, las multiplicaban. San Carlos Borromeo llegó a instalar altares en diversos lugares de la ciudad para que los enfermos que no podían salir de sus hogares, pudieran participar en la Misa desde sus ventanas.
 
La gente tenía verdadera fe en Dios y no quedó defraudada. Los registros muestran una y otra vez que después de alguno de estos actos de oración colectiva, las cosas cambiaban de repente y cesaba la epidemia.
 
Así que nosotros hoy tenemos estas dos alternativas. La primera ha demostrado ser insuficiente. ¿Vamos a seguir negándonos neciamente a intentar siquiera la segunda, aunque sea para ver qué pasa?
 
Los que a los cristianos nos critican de anticientíficos porque recurrimos a la ayuda divina, son más anticientíficos que nosotros, porque nosotros admitimos la fe y la ciencia, ambos, y en cambio ellos no están dispuestos ni siquiera a hacer la prueba con relación a la fe.
 
Es hora de echar mano de todos nuestros recursos. Es tiempo de que los sacerdotes salgan en procesión con el Santísimo para bendecir a sus vecinos. Que en todo hogar se recen el Rosario y la Coronilla de la Misericordia (sobre todo por los agonizantes y quienes morirán aislados, sin sus seres queridos ni un sacerdote que les lleve auxilio espiritual. El Señor prometió tener misericordia del alma por quien se rezara la Coronilla. Será tal vez el único recurso para ayudar a muchos).
 
Escribo esto la víspera de que el Papa, en medio de una desierta Plaza de san Pedro, y ante un crucifijo que se sacó a las calles de Roma en el siglo VI durante una epidemia, y ésta cesó, y ante la imagen de María, Salud del pueblo, va a orar por el mundo y a impartir, de manera excepcional, la bendición Urbi et Orbe con el Santísimo, mediante la cual los fieles de todo el planeta podremos obtener indulgencia plenaria. Le agradecemos en el alma esa magnífica iniciativa.
Y que nadie piense que los creyentes proponemos que basta con rezar y que no hay que obedecer las indicaciones de las autoridades de salud. De ningún modo. Por supuesto que hemos de obedecerlas, pero no conformarnos con eso, sino añadir nuestra intensa oración.
Por ejemplo, se ha indicado que al lavarnos las manos debemos durar al menos 20 segundos enjabonándolas. Para calcular el tiempo si no se cuenta con reloj, un funcionario sugirió cantar ‘las mañanitas’. Como católicos consideramos que es mucho mejor si al enjabonarnos las manos rezamos un Padre Nuestro, y al enjuagárnoslas, un Ave María, pidiendo por los afectados por el coronavirus y el fin de la pandemia. Toma el mismo tiempo que ‘las mañanitas’, pero ¡qué diferencia! ¡No desaprovechamos ninguna oportunidad para rezar!
 
Hay quien se pregunta si Dios nos ha abandonado. Cabe responderle con un enfático ¡no! Dios nunca nos ha abandonado. Somos nosotros los que no recurrimos a Él.
Cambiemos eso. Pidámosle intensamente Su ayuda, por intercesión de nuestra Madre Santísima y podemos estar seguros de que nos escuchará y nos la concederá.

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