¡Cristo vive!

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Siempre es estrujante enterrar a un querido difunto, pero lo era aún más en tiempos de Jesús. Los sepulcros se excavaban en roca, como cuevas. Los deudos dejaban a sus muertos en ese sitio oscuro, y realmente sentían que los habían perdido para siempre.
 
Quienes sepultaron a Jesús colocaron la mitad de una larga sábana sobre una base de piedra, pusieron encima el cadáver; sobre Sus ojos pusieron dos monedas, para mantenerlos cerrados, y sobre el rostro un gran pañuelo. Cubrieron el cuerpo con la otra mitad de la sábana y la ataron con vendas, para que quedara sujeta y pegada al cuerpo.
 
La última persona que salió tal vez fue María, y si miró hacia adentro, antes de que se rodara la roca que sellaba la entrada, debe haber sentido un escalofrío, al ver en qué negrura quedaba sumido su Hijo.
 
Cristo penetró la oscuridad más profunda del ser humano, la más aterradora porque parecía irremediable: la de la muerte.
 
Pero no se quedó allí.
 
Dice una antigua homilía que como la muerte se tragó al que es la Vida, fue destruida.
En la madrugada de aquel domingo pasó algo extraordinario. En millonésimas de segundo, el cuerpo de Jesús quedó ingrávido, es decir, dejó de estar asentado en la piedra, y emitió una radiación, una especie de relámpago, y desapareció, ¡se esfumó!, dejando la sábana que lo había envuelto, intacta pero ¡vacía!
 
Duró sólo un instante pero ¡cambió la historia!
 
El Señor abrió una salida a todo sepulcro. La muerte dejó de ser final, se volvió umbral.
Me pregunto si los habitantes del mundo sintieron en ese momento algo como una oleada de inesperada alegría, un gozo inexplicable, una intuición de que algo maravilloso había ocurrido.
 
Hubo un terremoto, un Ángel hizo rodar la piedra y los que custodiaban el sepulcro se desmayaron del susto. Dice el Evangelio dominical (ver Jn 20, 1-9), que cuando María Magdalena fue al sepulcro y vio la piedra quitada, corrió a avisarle a Pedro. Éste y Juan, corrieron al sitio y hallaron todo como lo habían dejado.
 
Lamentablemente la traducción que suelen tener las Biblias dice que hallaron las vendas en el suelo y el sudario plegado. La traducción correcta se conserva en un museo de Inglaterra, es un antiquísimo fragmento del Evangelio de san Juan que dice que hallaron la sábana ‘allanada’, es decir, desinflada. No había sido abierta ni doblada ni movida ni retirada. Seguía igual, cada doblez, cada atadura, pero sin el cuerpo que antes envolvía. Por eso afirma el Evangelio que Juan “vio y creyó”, claro, porque él había ayudado a sepultar a Jesús y recordaba cómo había quedado todo.
 
¿Cómo sabemos todo esto si nadie estuvo en el sepulcro cuando Jesús resucitó? Porque nos quedó como testigo el lienzo que lo envolvió: la Sábana Santa, mudo pero elocuente testigo de la Resurrección, que muestra no sólo las manchas de sangre que coinciden con todas las heridas sufridas por Cristo, sino algo más que resulta impactante y que ni con la más sofisticada tecnología se ha logrado explicar ni reproducir: la imagen del cuerpo de Jesús quedó impresa en la tela, como si fuera un negativo fotográfico, producido por la radiación emitida por el cuerpo de Jesús al momento de resucitar.
 
Es el primer testigo de la Resurrección, pero no es el único. Hay muchos otros, por ejemplo, los testimonios de contemporáneos de Jesús que dieron fe de haberlo visto resucitado.
 
Jesús prometió que resucitaría. Si se hubiera quedado muerto, Su sepulcro sería un pintoresco sitio de peregrinación y nada más, pero no es así, porque ¡resucitó!
 
Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, que la Resurrección de Jesús es un hecho histórico, real (ver C.E.C. #639).
 
Es nuestra razón para poner en Jesús toda nuestra fe y esperanza, y para seguirlo, con la certeza de que así como resucitó, nos resucitará a nosotros. Gracias a Él, sabemos que el sufrimiento y la muerte no tendrán la última palabra. ¡Cristo vive! ¡Y nos invita a pasar a Su lado la eternidad! Vivamos de modo que se note que aceptamos Su inmerecida invitación.
¡Feliz Pascua de Resurrección!

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