Dejarnos enviar

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se busca profeta

¿Cuántas veces has dicho: ‘no tengo suficiente preparación para hacer esto’, ‘le toca a otros’, ‘yo ni me meto’, ‘mejor no digo nada’, cuando se trata de ocuparse de algo tan tremendamente incómodo como hacerle ver a alguien que no va por buen camino e intentar corregirle?
 
Y tantito porque de veras no nos sentimos preparados y tantito porque no queremos meternos en broncas, mejor no le entramos, esperamos a ver si alguien con más ‘credenciales’ que nosotros se anima a agarrar el toro por los cuernos, y mejor nos disponemos a echarle porras desde la barrera.
 
Si pensamos eso, la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa, no nos deja escapatoria.
 
Está tomada del libro del profeta Amós (Am 7, 12-15).
 
Para entenderla, conviene situarnos en contexto.
 
Durante los reinados de David y Salomón, el pueblo de Israel se mantuvo unido, pero después se dividió en dos, el Reino del Sur, cuya capital era Jerusalén, donde estaba el Templo, y el Reino del Norte, que ubicó su capital en Samaria y se construyó su propio ‘templo’, para evitar que su gente bajara a dar culto a Dios en Jerusalén.
 
En el s. VIII a.C. el Reino del Norte había prosperado grandemente, había mucha riqueza, y lo que suele acompañarla: frivolidad y desenfreno, así como muchas injusticias y gente pobre oprimida. En cuanto al culto religioso, éste era muy pomposo, pero pura apariencia; los que ofrecían sacrificios a Dios lo hacían externamente, no de corazón, y muchos rendían también culto a ídolos y dioses paganos. Eso sí, todos se sentían seguros de que Dios los bendecía, pues eran sumamente prósperos.
 
Entonces Dios decidió encomendar a alguien la dificilísima tarea de ir a hablar en Su nombre y denunciar todo lo que estaba mal en el Reino del Norte. Y ¿a quién envió? A uno del Reino del Sur, a Amós, que era un hombre sencillo que se dedicaba a pastorear el rebaño y a cultivar higos. Y podemos pensar: ¿por qué no envió a alguien importante, alguien cuyo poder y fama los apantallara y los obligara a hacerle caso? Y la respuesta es: porque Dios nunca obra así, jamás elige al que según nuestros criterios sería el más adecuado, todo lo contrario. Por lo general escoge a quien menos hubiéramos imaginado.
 
Y ahí va, el pobre de Amós, y en su libro en la Biblia leemos las amenazas, cuestionamientos y denuncias y quejas, de parte de Dios, que se atrevió a transmitirles, con toda crudeza y por cierto también poéticamente, empleando a veces imágenes inspiradas en lo que conocía, su vida campestre.
 
El texto que se proclama este domingo en Misa, narra la respuesta que le da el sacerdote del falso santuario del Reino del Norte: “Vete de aquí, visionario, y huye al país de Judá; gánate allá el pan, profetizando”.
 
Da por hecho que Amós es profeta, y le pide que se regrese por donde vino.
 
Y llama la atención la respuesta que da Amós, que de inmediato le aclara: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo, Israel’...
 
Como quien dice, no se las da de profeta, no presume lo que no es, pero deja claro que tiene autoridad para hacer lo que hace, porque no lo hace por iniciativa propia, sino enviado por Dios.
 
Su caso se parece al nuestro.
 
Como Amós, también  vivimos en un tiempo en el que mucha gente se está alejando de Dios, se está postrando ante toda clase de dioses (el dinero, el sexo, las drogas, el poder, etc.), está olvidando el valor y la dignidad de toda vida humana, y requiere de alguien que se deje enviar por Dios, a denunciar y exhortar lo que está mal.
 
Y ese alguien somos tú y yo, que no somos ‘profetas profesionales’, pero tenemos que hablar porque Dios cuenta con nosotros. Y, por eso, como Amós, y también como los apóstoles de los que nos habla el Evangelio dominical (ver Mc 6, 7-13), aunque no nos sintamos muy preparados, no podemos poner pretextos ni esperar; lo que nos toca es dejarnos enviar.
 

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