¿Dentro o fuera del sepulcro?

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Ante la posibilidad de morir o de que se nos mueran nuestros seres queridos, tenemos la esperanza cierta de que así como Cristo resucitó, resucitaremos nosotros.
 
Ahora bien, el hecho de todos vayamos a resucitar, no necesariamente significa que todos nos vayamos a salvar. Dice san Pablo que “habrá una Resurrección, tanto de los justos como de los pecadores” (Hech 24, 15).
 
Jesús afirmó que juzgará “a cada uno según su conducta” (Mt 16, 27). Ello no significa que tengamos que ‘ganarnos’ la salvación con nuestras obras, por nuestros propios méritos, no. Nada que pudiéramos hacer nos merecería ese grandísimo don. Significa simplemente que, como todo regalo que alguien nos ofrece, debemos aceptarlo, y la manera de demostrar que aceptamos la salvación que el Señor nos ofrece, es vivir conforme al único mandamiento que nos dejó: que nos amemos los unos a los otros como Él nos ama (ver Jn 13, 34-35).
 
Por eso decía san Juan de la Cruz, que al final de nuestra vida, seremos examinados en el amor. Y por eso incontables santos y santas a lo largo de la historia, han insistido en que lo esencial es amar, que no importa que no logremos hacer grandes cosas, sino que hagamos, aun las pequeñas, con grande amor.
 
Se dice fácil, pero no lo es, porque vivimos en un mundo que no nos invita a amar, sino al odio, a la violencia, a la venganza, a la envidia, a competir contra los demás para tener más que ellos, más dinero, más placer, más poder, en suma, el mundo nos arrastra y nos sumerge en lo que san Juan Pablo II llamaba ‘la cultura de la muerte’.
 
¿Qué podemos hacer?, ¿estamos fritos?, ¿no hay remedio?
 
El Evangelio que se proclamó este Domingo de Resurrección (ver Lc 24, 1-12), nos da la respuesta. A las mujeres que fueron al sepulcro de Jesús en la mañana del domingo de la Resurrección, unos ángeles les preguntaron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.
 
He aquí la clave. En donde reina la muerte, no está Jesús. Él no se quedó en el sepulcro, ha derrotado la muerte y vive para siempre.
 
Si queremos superar la cultura de muerte que nos rodea, hemos de salir de nuestros ámbitos de muerte y buscar a Aquel que vive para siempre, Aquel que no se dejó engullir por la muerte.
 
Sólo Él tiene para nosotros palabras de vida eterna. Sólo Él puede rescatarnos del pecado, perdonarnos y darnos Su gracia para no volverlo a cometer. Sólo Él se nos da a Sí mismo como alimento para fortalecernos interiormente y transformarnos en Él. Sólo en Él podemos tener vida y vida en abundancia.
 
El pasado domingo en que celebramos la Resurrección, vimos que a las mujeres que buscan a Jesús en el sepulcro se les hace ver que no está allí, que deben buscarlo afuera.
 
También nosotros estamos llamados a no quedarnos sumidos en nuestra cultura de muerte, sino salir afuera a donde quiere encontrarse con nosotros el Resucitado.
 
Tenemos siempre dos posibilidades:
 
La primera es vivir como si sólo existiera este mundo, que no sólo no puede ofrecernos verdadera vida, porque todo en él es efímero y pasa, sino que nos invita a seguir sendas de verdadera muerte, nos engaña para que intentemos saciar nuestra sed de infinito con cosas que no pueden saciarla.
 
La segunda es buscar al que vive para siempre, mantenernos en Su amistad, en continuo diálogo con Él, conscientes de Su presencia amorosa a nuestro lado, darnos tiempo para escucharlo, para adorarlo, para estar con Él; tomar y nunca soltar, la mano que nos tiende, para poder quedarnos a Su lado para siempre.

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