Fecundo

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Fecundo

Los hemos escuchado tantas veces que quizá ya nos acostumbramos, y ya no nos asombran, pero son en verdad asombrosos.
 
Me refiero a esos relatos bíblicos que narran casos extraordinarios de mujeres ancianas y/o estériles, a las que Dios les concedió la inesperada gracia de concebir un hijo, con sus respectivos esposos, quienes con frecuencia también eran ancianos.
 
Tenemos muchos ejemplos: el de Sara, la esposa del patriarca Abraham, que cuando éste tenía cien años y ella noventa, quedó embarazada (ver Gen 17, 17; 18, 10-14; 21, 1-7); el de la mamá de Sansón que era estéril (ver Jue 13, 2-4); el de Ana, que era estéril y concibió al que luego fue el profeta Samuel (ver 1Sam 1, 1-20); el de la mujer sunamita que con su marido había albergado al profeta Eliseo (ver 2Re 4, 8-17); el de la anciana estéril Isabel, prima de María (ver Lc 1, 5-25), y desde luego, el más extraordinario de todos: el de María, que siendo virgen concibió, por obra del Espíritu Santo, a Jesús (ver Lc 1, 30-35).
 
Todas eran mujeres de las no cabía esperar que pudieran albergar una nueva vida en su seno, casos que nosotros hubiéramos considerado imposibles, pero que no fueron imposibles para Dios.  Él es el Dios de la vida, y la hace surgir donde y como quiere.
 
Y siempre como un don.
 
Por eso la Iglesia defiende toda vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, y se opone a la anticoncepción, a poner una barrera artificial para bloquear el regalo de la fecundidad.
 
En días pasados leímos en las Lecturas de Misa entre semana, al profeta Isaías, que anunciaba que Dios haría brotar aguas en el desierto, correr torrentes en la estepa, convertiría el páramo en estanque y la tierra sedienta, en manantial (ver Is 35, 6-7).
 
Dios es capaz de transformar radicalmente toda situación, hacer surgir algo donde no parecía que pudiera surgir nada.
 
Muchas veces nos sentimos interiormente como terrenos yermos, resecos, incapaces de dar más, más amor, más comprensión, más ayuda, más perdón. Sentimos que nuestros esfuerzos son infértiles, que no sirven para nada más que para desanimarnos y drenarnos la energía y las ganas de seguir intentándolo.
 
Pero no debemos entregarnos a la desolación ni darnos por vencidos. Pongamos nuestra aridez, nuestro corazón marchito, agotado, en manos de Dios. Él es capaz de renovarlo, revitalizarlo, fecundarlo.
 
Jesús dijo: “Los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca”(Jn 15, 16b). Aquel que nos envía a dar fruto, siembra constantemente en nosotros semillas, y las hace germinar. Semillas de caridad, paciencia, comprensión, ternura, esperanza.
 
En este Cuarto Domingo de Adviento, en que termina la reflexión que hemos venido haciendo sobre algunas características del amor de Dios (libre, total, fiel y fecundo), estamos a dos días de Navidad, de celebrar el milagro del Nacimiento del Salvador, fruto del vientre virginal de María, quien supo decir sí al amor fecundo de Dios.
 
Propongámonos aprender de Ella a decirle sí al Señor, a dejar que Él siembre en nosotros lo que desea sembrar, a dejarnos fecundar, para dar los frutos que Él sabe, espera y confía que podemos dar.
 

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