Una mujer de la tercera edad (tercera juventud, diría mi mamá), recorre a pie un domingo una calle arbolada. Al pasar por enfrente de una casa, alcanza a escuchar a través de la ventana abierta, voces, risas, el sonido de platos, y eso le trae a la mente tiempos idos, cuando al salir de Misa ella también comía en familia. Le da nostalgia de aquellas comidas y se siente sola y triste. Y por estar añorando lo pasado, no aprecia que lo que está viviendo, es también algo hermoso. Será una pena que lo valore sólo cuando haya pasado el tiempo y recuerde con nostalgia cuando caminaba bajo unos árboles preciosos cuyas hojas brillaban con el sol, y se dirigía a comer con amigos que la querían y con quienes se la pasaba muy bien.
Un joven se entera de que a su papá le detectaron una enfermedad que podría haber heredado. Se pone a imaginar todo lo que le podría suceder si le tocara padecer ese mismo mal y se la pasa aterrado, sin ganas de salir, obsesionado por lo que tal vez un día le tocará sufrir. Arruina su vida presente por algo que quién sabe si llegará siquiera a suceder.
Un empleado se va unos días de vacaciones, y mientras está en la playa se la pasa preguntándose: ‘¿qué estarán haciendo ahorita en la oficina?’. Entonces, cuando regresa a su trabajo se la pasa soñando despierto con lo que estaría haciendo a esas horas si todavía estuviera vacacionando y anhela regresar.
Al parecer tener nuestros tiempos ‘desfasados’.
Nos la pasamos añorando algo que ya pasó o temiendo o deseando algo que no sabemos si ocurrirá.
Pero vivir con la mirada puesta en el pasado o en el futuro, nos dificulta, incluso nos impide disfrutar el hoy, que es realmente, lo único que tenemos, pues el pasado no regresará, y el futuro es incierto, no sabemos si llegará.
Sólo contamos con el momento presente.
Y en nuestro momento presente, contamos con Dios. Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Vive en la eternidad, en un continuo hoy, y viene a nuestro encuentro en nuestro hoy, para darnos Su gracia y colmarnos de Su amor y bendición.
Dice un Salmo: “Ojalá escuchéis hoy Su voz” (Sal 95, 7). Es vital que hoy estemos atentos a percibirlo, a escucharlo, a dejarnos amar por Él y a cumplir Su voluntad.
Como personas de fe estamos llamadas a aprovechar lo mejor que podamos lo que tenemos. Conviene que nos preguntemos: ¿qué tengo hoy?, ¿qué capacidades, qué posibilidades, a qué personas que amo, a cuáles que puedo ayudar hoy?
Aprovechar el hoy no implica olvidar lo pasado, las experiencias vividas, buenas y malas, con las grandes lecciones que nos han dejado, ni tampoco vivir como si no hubiera un mañana. Consiste, básicamente en tener tres actitudes.
1. Recordar lo pasado con agradecimiento hacia Dios
Reconocer que todo lo que nos dio y nos permitió vivir fue una bendición, una oportunidad para aprender, para crecer en virtudes, para encaminarnos hacia la santidad, y no atorarnos añorando o lamentando lo pasado, sino recordarlo con gratitud, valorarlo, agradecerlo y aprovecharlo como lección que nos sirva para el resto de nuestra vida.
2. Aguardar el futuro con esperanza y plena confianza en la Providencia Divina
Jesús nos pide no preocuparnos por el mañana, sino fiarnos de que Su Padre sabe lo que necesitamos y a su tiempo nos lo dará (ver Mt 6, 25-34). Hemos de confiar en que todo lo permite Dios por algo, y nos ayuda a superarlo. Hemos de saber que no hay nada que temer porque el Señor nunca nos abandonará. Así lo ha prometido en Su Palabra (ver Is 46, 4; Dt 31, 8; Mt 28, 20).
3. Disfrutar el presente de la mano de Dios
Hay que vivir cada día con lo que san Francisco de Sales llamaba a ‘conciencia de la presencia divina’, atentos a las bendiciones con que Dios nos colma a cada instante, cada día. Ser conscientes de que lo que estamos viviendo es algo que un día recordaremos con agradecimiento, pero no esperar a apreciarlo en retrospectiva o agradecerlo a destiempo. Hagamos cada uno este propósito: Lo que soy, lo que tengo, voy a disfrutarlo ya, ahora, hoy.
Hoy
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