Inesperado llamado

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Imagino que pasaba horas diario, sentado ante esa mesa frente a la cual había una fila de gente que lo despreciaba e incluso lo odiaba.
 
Supongo que había recibido tantas miradas de desdén, frases hirientes, insultos y malos modos, que se repetía a sí mismo, una y otra vez, que ya no le importaba, que todo se le resbalaba, pero en el fondo no dejaba de dolerle, y sobre todo había terminado por creer que era cierto lo que pensaban de él, que no era más que un traidor y un ladrón, irremediablemente impuro y pecador.
 
Y quizá su modo de consolarse, tal vez incluso de desquitarse, consistía en hacer sentir su autoridad, exigir, sin prórrogas ni piedad, y no pocas veces cobrar de más.
 
Pero apuesto a que aunque crecían los montoncitos de monedas sobre su mesa, no aumentaba su felicidad, no disfrutaba lo que ganaba, ni tenía paz. Tenía cuanto el dinero puede comprar, pero había en su alma un vacío que con nada se podía llenar.
 
Todo esto lo supongo, la Biblia no lo dice, sólo menciona que era un hombre llamado Mateo (también conocido como Leví), y que era publicano, es decir, recaudador de impuestos. Para entender lo que esto implica, recordemos que Israel estaba bajo dominio romano. El pueblo resentía que lo gobernaran paganos y, peor, que hubiera judíos que trabajaran para ellos cobrándoles impuestos ¡a sus propios conciudadanos! La palabra ‘publicano’ estaba asociada a la de ‘pecador’. Se le consideraba traidor, por trabajar para los opresores extranjeros, ladrón, porque solía cobrar de más, e impuro, por su contacto continuo con los paganos y su dinero. En suma, era alguien a quien todos se sentían con derecho de señalar, juzgar, condenar, evadir y aislar.
 
La primera vez que el Evangelio menciona a Mateo, dice que estaba sentado en su despacho de cobrador de impuestos. Eso es significativo, ya que cerca de donde él estaba, pasaba Jesús, seguido por una muchedumbre, pues su fama se había extendido porque predicaba como nadie y realizaba milagros. Mateo vivía en la misma ciudad en la que Jesús solía quedarse. De seguro oyó hablar de Él o lo había escuchado. Pero ha de haber pensado que no conseguiría siquiera acercársele, así que se quedó donde estaba, trabajando.
 
Y entonces sucedió lo más inesperado.
 
Jesús pasó por donde él estaba, lo miró y se dirigió a él. Pero no como los demás, no con desprecio. Lo vio directo a los ojos y le dijo una sola palabra: ‘Sígueme’.
 
Quienes alcanzaron a escuchar esa invitación se han de haber sentido escandalizados: ‘¡cómo era posible que el Maestro llamara a semejante pecador!’ (y eso que no sabían que luego iría ¡a comer a su casa!). El propio Mateo probablemente no lo podía creer, tal vez incluso pensó ‘¿oí bien?’, pero sintió algo en su corazón que lo hizo levantarse y responder a esa irresistible invitación.
 
Abandonó la mesa llena de monedas y rodeada de gente que luego de comprobar que él no regresaba, se las ha de haber repartido a manos llenas; abandonó ese empleo tan bien pagado, que lo había hecho tan desgraciado. Buen negociante, al fin y al cabo, renunció a su pobre ganancia temporal por una infinita, celestial.
 
Y lo bueno de todo esto es que su caso no es una anécdota, un hecho único ocurrido hace dos mil años. Sucede todavía.
 
Aquel que llamó a Mateo, sigue llamando a quien menos se lo espera, a quien se sabe pecador, se cree irremediable, no se atreve ni a soñar que sea posible cambiar.
 
Jesús, que no juzga de oídas ni por apariencias, no se deja influir por los prejuicios ni aprueba nuestras listas de indeseables, nos llama a todos, nos invita a todos a seguirle, es decir, a caminar por la vida con Él, a conocerle, a amarle, a imitarle.
 
Este 21 de septiembre, en que la Iglesia celebra a san Mateo, que de pecador, pasó a santo, de publicano a Discípulo y autor de un Evangelio, pidámosle que interceda por nosotros, para que sepamos responder como él, con prontitud y amor, al llamado del Señor.
 
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