La arrogancia en creyentes y no creyentes

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La arrogancia

Francesc Torralba, a lo largo del capítulo 4 de Creyentes y no creyentes en tierra nadie, escribe con toda sinceridad sobre los obstáculos que se presentan para un diálogo entre creyentes y no creyentes. El de principal de ellos: la arrogancia. Pero esta no existe por sí sola; necesita de un conjunto de prejuicios y estereotipos con los cuales conviven a diario creyentes y no creyentes, alimentando con ello la brecha entre ambas posturas.

Un apunte certero es, precisamente, cuando el autor nos habla de los prejuicios que existen hacia la palabra “Dios”, recordando con ello al filósofo Martin Buber, para quien dicha mención es “la que soporta una de las cargas más pesadas”, es decir, la que más prejuicios recibe de parte nuestra. Sin embargo, esto en vez de llevarnos a una postura de creencias inmaduras y de prácticas a partir de los prejuicios que nos formamos, es un hecho real que nos debe llevar a un pensamiento más allá de dichos prejuicios y darnos que estos nos recuerdan, precisamente, que Dios permanece siendo un misterio para creyentes y no creyentes.

Por lo anterior, es posible afirmar que los prejuicios y estereotipos en torno a Dios y a los creyentes y no creyentes, son el punto de partida para el diálogo entre ambas posturas. Justamente el misterio y el desconocimiento de Dios, de parte de ambas posturas, debieran ser el motor que nos mueva a buscar a buscar a Dios en diálogo y junto al camino del no creyente. Es este desconocimiento de Dios, el que debiera movernos, también, a hacer a un lado el resentimiento que se vuelve el alimento ideal para la arrogancia de ambas de partes, es decir, para esa actitud que tiende a ver al otro como un menor de edad intelectualmente.

Ambas posturas manifiestan un resentimiento, es decir, una herida no curada o un dolor que todavía no ha sido cicatrizado y que orilla a creyentes y no creyentes a tomar posturas totalmente polarizadas. Una herida ya sea por el mal cuidado de la infancia o por “el silencio de Dios” que no ha escuchado mis súplicas; herida que, a final de cuentas, se transmite de generación en generación. De aquí el llamado urgente a que las comunidades religiosas no se cierren y celebren su fe, para con ello, sanar las heridas que nos impiden abrirnos al mundo y sus desafíos para el diálogo.

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