Todos los recordamos.
Llegaron a ayudar y ayudaron en serio. Como sólo ellos saben hacerlo: con todo el corazón, dando lo mejor, sin pensar en sí mismos, como decimos en México ‘aguantando vara’. Y cuando comenzó el aguacero no se movieron de donde estaban, soportaron abnegadamente el agua, el frío, el cansancio, el hambre. Estuvieron dispuestos a echar una mano en lo que les pidieran, disciplinados y obedientes de las indicaciones que les daban los agentes de protección civil. Dieron ejemplo y fueron motivo de orgullo para sus familias y para su país.
Me refiero a los jóvenes que se hicieron presentes en las zonas de derrumbes en la Ciudad de México, tras el sismo de septiembre de 2017.
Fueron casi los primeros en llegar y casi los últimos en irse. A más de uno literalmente le tuvieron que pedir que ya se fuera a descansar, porque a pesar de que no podía más, todavía allí seguía, a ver qué se ofrecía.
Pero un día terminó esa emergencia.
Y para lo que siguió no se les solicitó que apoyaran, así que volvieron por donde vinieron, retomaron su vida cotidiana.
Sin embargo lo que vivieron en esos días, y no sólo ellos sino en quién sabe cuántos otros que los conocieron en persona o vieron en la tele o en redes sociales sus conmovedores testimonios, no se quedó en mero recuerdo, sino que en muchos sembró una inquietud: el deseo de solidarizarse con otros para hacer, o seguir haciendo, el bien.
Es que Dios nos creó por amor y para el amor, y no hay mejor manera de sentirnos plenos y vivir a tope la vocación de amar que Él puso en nuestro corazón al crearnos, que cuando hacemos algo bueno por otros, cuando damos sin esperar recompensa, cuando nos desgastamos sirviendo a los hermanos.
En este aspecto la Iglesia puede hacer mucho por los jóvenes: puede ayudarles a orientar esa inquietud, para que no quede en un altruismo esporádico, sino aterrice en un servicio continuado en favor de los necesitados.
Puede enseñarles a ver en ellos el rostro de Cristo y mostrarles que pueden encontrarse con Él de una manera más íntima cada día: en la oración, en la meditación de Su Palabra y, sobre todo, en la Eucaristía.
Ellos, a su vez, pueden hacer mucho por la Iglesia, que está siempre necesitada de manos que la ayuden en la labor caritativa.
La Iglesia Católica es la institución no gubernamental que más ayuda ofrece en todo el mundo, sin distinción de razas, credos o condición económica, política o social.
Está presente en las zonas más pobres, en los lugares más apartados, donde sea que haya quien requiera ayuda. En los desastres es siempre la primera que asiste porque ya estaba ayudando allí desde antes, y es la que se queda cuando aquello deja de ser noticia.
A esta labor hay que invitar a los jóvenes, para que hagan lo que mejor saben hacer: entregarse con toda el alma a una buena causa, y sientan en carne propia que la mayor felicidad no está en recibir, sino en dar.
Las tareas en las que pueden participar como voluntarios son incontables y diversas, pero todas tienen en común una triple consecuencia: son obras de misericordia que Dios les tomará en cuenta; a quienes reciben asistencia les hace un grandísimo bien, y también a los jóvenes que la dan. Les ayuda ayudar.
Comprobar las carencias y dificultades que la gente enfrenta, les ayuda a revalorar lo que tienen y a descubrir que lo que lo que más los satisface no es el alcohol, la droga, irse ‘de reventón’ o adquirir cosas, sino aprovechar sus talentos y su tiempo para hacer algo en verdad bueno en favor de los demás, hacer del mundo un mejor lugar.
Les ayuda a dejar de centrarse en sí mismos, en sus gustos y deseos, incluso a desechar esas ideas suicidas que desgraciadamente les rondan cuando sienten en su vida un gran vacío que no saben con qué llenar.
Les ayuda a olvidarse de sí y a volver la mirada hacia los otros, a pensar en los demás para asistirles en su necesidad.
Les ayuda a saber que su existencia está haciendo una diferencia, es valiosa, tiene sentido, propósito, utilidad.
Les ayuda ayudar
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