Solidaridad celestial

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Jordan

Si nos hubieran pedido nuestra opinión, probablemente hubiéramos propuesto un lugar muy diferente para que Jesús empezara a presentarse entre la gente.
 
Algunos hubieran sugerido que fuera en el Templo, o en el palacio de Herodes o en la cima de un monte, pero jamás de los jamases se nos hubiera ocurrido proponer que empezara mezclándose con las personas menos apreciadas de su comunidad, las que eran conocidas e incluso se reconocían a sí mismas como pecadoras.
 
Meterse al agua donde se estaban lavando, simbólicamente, los pecados de los ahí presentes era algo que tampoco hubiéramos aconsejado.
 
Y sin embargo, fue precisamente lo que Jesús eligió: presentarse a la orilla del río Jordán, donde estaba Juan el Bautista bautizando a los que se reconocían necesitados de perdón, y hacerse bautizar.
 
Aquél, que nunca cometió pecado, se formó entre los pecadores. Aquél, que no necesitaba lavar ninguna culpa, se metió al agua, como los demás.
 
Muchos de los ahí presentes, mantenían su distancia, contemplaban la escena de lejecitos, a buen resguardo, desde la otra orilla. No querían mezclarse ni ser vistos con lo que consideraban una ‘chusma maldita’.
 
A Jesús en cambio nadie le da asco, no duda en acercarse, y podemos imaginarlo caminando, tranquilo, sonriente entre la gente.
 
Y cuando fue bautizado, no sucedió que se oyera una voz del Padre que dijera: ‘¡Nooo, te equivocaste, empezaste mal, tenía que haber dado a conocer en el Templo!’
 
Tampoco se supo que el Espíritu Santo bajara en forma de paloma sobre el palacio de Herodes, y se quedara revoloteando, extrañado de que no estuviera allí Jesús para posarse sobre Él.
 
La elección de Jesús de iniciar Su ministerio como lo hizo, contó completamente con el aval celestial.
 
El Evangelio que se proclama en Misa este domingo, en que se celebra la fiesta del Bautismo del Señor (ver Lc 3, 15-16.21-22), narra que mientras Jesús oraba, luego de ser bautizado: “se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre Él en forma sensible, como de una paloma, y del cielo llegó una voz que decía: ‘Tú eres Mi Hijo, el predilecto; en Ti me complazco.
 
El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, en perfecta armonía, muestran Su amor por los pecadores, Su misericordia, Su cercanía, Su voluntad de salvarnos.
 
Qué alegría saber que a pesar de nuestras faltas y pecados, somos amados. Que no es verdad eso que dice una canción, que Dios no escucha al pecador. Dios nunca deja de escucharnos, de buscarnos, de salir a nuestro encuentro, y no teme meterse en el agua sucia en la que remojamos nuestras miserias, porque viene a rescatarnos de ellas.

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