¡Te tengo una buena noticia!

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‘¡Te tengo una buena noticia!’. Así solía decir un querido amigo, q.e.p.d.*, que luego de esa frase me contaba algo muy bueno que le había sucedido a quién sabe quién en algún lugar lejano, y de lo cual él se había enterado al escuchar la radio.

Al principio me desconcertaba, porque asumía que eso de ‘te tengo una buena noticia’ significaba que me iba a anunciar algo que era bueno para mí en particular, y cuando oía a lo que en realidad se refería me daban ganas de decir: ‘qué bueno, pero y a mí ¿qué?’

Sin embargo con el tiempo fui comprendiendo su profundo sentido de solidaridad universal, que realmente le alegraba lo bueno que le sucedía a otro ser humano, y que tenía mucha razón, ya que todos formamos parte de una gran familia, y lo que afecta a uno afecta a todos, para bien o para mal.

Reflexionando en ello, me preguntaba: ¿qué nos mueve más?, ¿la desgracia o la alegría ajena?
Según estadísticas reaccionamos más ante la desgracia ajena. Ésta suele despertar verdaderos sentimientos de compasión y solidaridad, aunque también, hay que decirlo, no falta el caso de gente cuya compasión es sólo aparente,  ‘pobretea’ a lo demás, dice: ‘pobres, qué mal les fue’, ‘pobre, qué mal está’, porque interiormente eso le da un sentimiento de superioridad.

Al parecer nos cuesta trabajo regocijarnos genuinamente con la alegría de los demás.
Por eso llama la atención lo que narra Jesús en las tres parábolas que escuchamos en el Evangelio que se proclama en Misa este domingo (ver Lc 15).

En la primera parábola, el Señor nos habla de un pastor, que cuando recupera su oveja, “reúne a sus amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’...

En la segunda parábola, nos cuenta de una mujer que, cuando halla una moneda que perdió “reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’...”.
En ambos casos hace notar el Señor que “también en el cielo hay alegría por un pecador que se arrepiente” y que “se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente

En la tercera parábola, nos presenta a un padre que, cuando regresa el hijo perdido, pide que se haga una fiesta, es decir, invita a todos a unirse a su alegría.

Al leer estas tres parábolas, uno podría preguntarse: y esos amigos, esos vecinos, esos ángeles, esos invitados a la fiesta del padre, ¿por qué se alegran? a ellos ¿en qué les va o les viene que se lograra recuperar la oveja, la moneda, el hijo?

Podrían haber respondido: ‘y a mí, ¿qué?’, y sin embargo se alegran y mucho. ¿Por qué? La respuesta es simple y clara: para alegrarse verdaderamente con la alegría de los demás, se necesita una sola cosa: amarlos de verdad.

En el amor no cabe la indiferencia ni la envidia.

Sólo quien ama puede sentir genuina alegría al oír: ‘¡Te tengo una buena noticia!’
 
 
*Doy gracias a Dios y le pido por el eterno descanso de mi amigo, a quien celebro haber conocido un 15 de septiembre, hace 40 años.

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