Aunque la respuesta a dónde es posible tener un encuentro entre creyentes y no creyentes parezca obvia, lo que ese lugar implica hace al tan anhelado encuentro algo complejo. El mundo es donde nos encontramos creyentes y no creyentes; es el mismo mundo el que compartimos y en el que vivimos, aunque con formas, valores y prejuicios diferentes. Por ello, lo primero que debiéramos considerar para un encuentro genuino es que, a la vez, el mundo es el lugar en el cual nos humanizamos, y en ese sentido, nada humano puede ser ajeno al creyente.
Francesc Torralba acierta con maestría al afirmar que tanto la esperanza como la angustia, son dos características que compartimos los creyentes y no creyentes; o lo que es lo mismo, la condición humana es común a ambas partes. Específicamente, la angustia es aquella que se percibe casi de modo universal, en la cual la fe no tiene ninguna utilidad como antídoto, sino como una llamada que se da, en medio del mundo y de la angustia, que si bien puede generar temor y culpabilidad, también genera una exigencia y responsabilidad. Esa llamada nunca es una llamada dulce o tierna, sino inquietante, es decir, se trata de una tensión en la cual siempre se encuentra el creyente. Pretende dar una respuesta, pero no termina por darla de forma eficiente, es decir, nunca se es suficientemente cristiano.
La fe no es un analgésico que evite el dolor del mundo, sino todo lo contrario. Es una llamada en medio del dolor que nos lleva, precisamente, a hacernos responsables de ese dolor. Si bien la fe tiene sus efectos emocionales y puede otorgarnos alegría en medio del dolor al sabernos amados por Dios, también puede llegar a generar un dolor y una gran desesperación.
Por lo anterior, la fe es ese don de Dios que nos hace tomar responsabilidad del dolor, de creyentes y no creyentes; que nos genera angustia y, al mismo tiempo, una alegría por ser hijos de Dios. Pero si algo no hace la fe es eliminar las angustias que nos genera nuestra incertidumbre propia de la condición humana; esa incertidumbre que es común a todos y que, en su mayoría tratamos de aliviar. Es en medio de la angustia en donde el encuentro entre creyentes y no creyentes se da y se fortalece, en donde se exige una responsabilidad al creyente y en donde éste puede dar su mejor respuesta. Es ahí donde juntos, creyentes y no creyentes, podemos trabajar a favor de un cierto alivio de las angustias de todos.